
Han pasado casi cincuenta años desde que Germán Castro Caycedo nos dejó Colombia amarga, un retrato despiadado de un país atrapado en la pobreza, la violencia y la corrupción. Su libro, un grito de denuncia y dolor, expuso la realidad de campesinos despojados, indígenas olvidados, niños condenados a la miseria y un sistema político podrido hasta los cimientos.
El campo colombiano sigue siendo territorio de nadie. En los años 70, los terratenientes y grupos armados expulsaban campesinos a punta de fusil. Hoy, los monocultivos, la minería legal e ilegal y las disidencias continúan la misma tarea con métodos más sofisticados, pero igual de despiadados. La pobreza rural no solo persiste, sino que se agrava con un Estado que prefiere mirar a las ciudades mientras el campo muere lentamente.
Los indígenas, que Castro Caycedo retrató con respeto y profundidad, aún resisten el olvido y la violencia. Ahora no solo luchan contra el despojo territorial, sino contra el asesinato sistemático de sus líderes. La paz nunca llegó a sus comunidades, solo se transformó en nuevas formas de represión y desplazamiento.
En las ciudades, la infancia sigue condenada a la desesperanza. En los años 70, los niños dormían en las calles de Bogotá, hurgaban en la basura y eran explotados por adultos sin escrúpulos. Hoy, la situación no es diferente. Los menores siguen siendo reclutados por bandas criminales, vendidos en redes de explotación y condenados a una educación que no los saca de la pobreza, sino que los acostumbra a ella.
Y la corrupción, la omnipresente corrupción, sigue siendo el cáncer de nuestra democracia. En los tiempos de Colombia amarga, los políticos robaban con contratos amañados y desvío de fondos. Hoy, lo hacen con sofisticadas redes de lavado de dinero, con sobrecostos en tecnología y con alianzas turbias que garantizan su perpetuidad en el poder. Lo peor es que el cinismo ha crecido: ahora roban, pero lo hacen en vivo, con redes sociales, con discursos bien estructurados que convierten la mentira en verdad y la verdad en una molestia.
Entonces, ¿de qué ha servido todo este tiempo? ¿Para qué los discursos de cambio si el país sigue atrapado en el mismo círculo vicioso? La historia nos grita que las soluciones no vendrán de los políticos de siempre ni de la apatía de una sociedad resignada. Colombia no cambiará con más diagnósticos de su enfermedad, sino con ciudadanos dispuestos a exigir algo mejor. Con una juventud que no normalice la mediocridad, con medios de comunicación que no sean cómplices del poder, con una clase política que entienda que gobernar es servir y no saquear.
Corchazo: Colombia sigue amarga, pero no está condenada a serlo para siempre. Tal vez la mejor manera de honrar el legado de Germán Castro Caycedo no sea solo leyendo su libro, sino actuando para que, algún día, nadie tenga que escribir otro Colombia amarga.
Por Giovanny Gómez